Recordar y celebrar la canonización de San Ignacio de Loyola realizada el 12 de marzo de 1622, junto con otros grandes como Santa Teresa, San Francisco Javier, san Felipe Neri y San Isidro Labrador, lleva a afirmar que más allá del santo vasco, es su herencia la que debe conmemorarse.
San Ignacio pasó de caballero a mendigo y de mendigo a peregrino y de peregrino a fundador de una orden religiosa y, finalmente, a santo. Y lo curioso es que sólo soñó lo primero, lo demás fue un dejarse conducir por la voz del Espíritu, detectando las diversas mociones que suscita en el alma humana.
El discernimiento de las mociones espirituales abrió un camino diferente para adentrarse en la realidad sin ser absorbidos por ella, sino más bien sirviéndose de ella tanto cuanto sirvan para el fin para el que hemos sido creados.
Desenmascarando al enemigo al detectar las sutilezas de sus engaños, al tiempo que reconociendo movimientos de consolación que Dios regala sólo porque sí, y sin necesidad de una razón, y que ensanchan el espíritu, se puede ir descubriendo la voluntad de Dios y el fin para el que fuimos creados y avanzando en su consecución
Sin alejarse del mundo, sino habitando en él, San Ignacio logró identificar ese justo medio de la santa indiferencia que nos deleita en el sólo buscar la voluntad divina sin querer encontrarla ni en lo que se quiere, ni en lo que se repudia, sino dejándola hablar por sí sola.
En su convalecencia conoció las heridas físicas, en su mendigar, las espirituales, y en su peregrinaje, cómo convertirlas en fuentes de agua viva y, al recordarlo, conviene reflexionar cómo las muchas balas de cañón que la vida nos lanza a veces pueden ser el inicio de un proceso de conversión donde después de no quedar nada de nosotros, comience a reinar otro “Rey” a quien servirle, y bajo cuya bandera decidamos cerrar formación.
Así es la pedagogía ignaciana que nos legó Iñigo de Loyola: el fracaso de nuestros propios sueños es el bosquejo del plan de Dios para cada uno, y por eso la conmemoramos a 400 años de su canonización. No se trata de las heridas propias, ni de los méritos ganados, sino de tornar toda nuestra libertad, toda nuestra memoria, todo nuestro entendimiento y toda nuestra voluntad al Padre del que proviene, y abandonarnos a su amor y a su gracia.
Ma. Elizabeth de los Ríos Uriarte
(U. Anáhuac)