Durante siglos, la teología cristiana fue el estudio acerca de la fe en el Dios de Israel y Padre de Jesús de tal altura y complejidad que el pueblo fiel no la conocía en absoluto. Apenas le llegaban unas pocas ideas simplificadas a través de la homilía del domingo. Eran pocos los que, como san Ambrosio de Milán (siglo IV), lograban expresar esa alta teología en su predicación.
El Concilio Vaticano II (1962-1965) sacudió con fuerza la Iglesia Católica, aletargada durante mucho tiempo por miedo a una nueva ruptura tras los cismas de Oriente (siglo XI) y de Occidente (siglo XVI). En su aire de renovación y de apertura al mundo, se promovió la apertura del estudio de la teología a todos los fieles. Con ello se pasó de los teologados donde solo había futuros sacerdotes vestidos con sus severas sotanas, y donde se enseñaba en latín, a las escuelas y facultades de teología, adonde pudieron acudir también religiosas y laicos. No obstante, en su deseo de estar a la altura de los pensadores contemporáneos, la teología católica ha tratado durante estos sesenta años posconciliares (más de un siglo, si tenemos en cuenta corrientes anteriores) de elaborar una reflexión y unos estudios sumamente complejos, de tal modo que el pueblo llano sigue sin conocerlos. Tal es ese desconocimiento que es frecuente encontrarse todavía hoy, en pleno siglo XXI, con profesionales cristianos cultivados en economía, política, literatura, ciencia, arte, ingeniería, que son al mismo tiempo perfectos desconocedores de la teología. Esto es aún más acentuado con las personas que carecen de estudios. A veces da la impresión de que a cierto clero le conviene mantener a su rebaño en la ignorancia, dado que así son los sacerdotes quienes controlan el discurso.
La teología debería nacer en la comunidad cristiana e ir dirigida a esta como enseñanza (Ecclesia ad intra: el trabajo interno de la Iglesia), así como también a toda la sociedad como anuncio (Ecclesia ad extra: la apertura de la Iglesia al mundo). Los cristianos de base no pueden vivir al margen de la teología porque ella debería estar a su servicio. Obviamente, no vamos a lograr que cada cristiano sea un teólogo, del mismo modo que no toda persona sana es un médico. Sin embargo, debería haber un esfuerzo en todas las diócesis y en todas las parroquias por animar a los fieles a formarse teológicamente, esto es, a conocer la Biblia con los modernos estudios histórico-críticos, la historia de la Iglesia, el Magisterio y el modo de ser cristianos en este mundo actual tan complejo. Es tarea de la Iglesia formar cristianos adultos, no eternos niños. Nunca es tarde para empezar esta tarea inmensa y apasionante.
José Sols
Universidad Iberoamericana, Ciudad de México
