+Adolfo Miguel Castaño Fonseca,
Obispo de Azcapotzalco.
“Pentecostés” en lengua griega significa “quincuagésimo”. Es el día cincuenta del tiempo pascual, con el que concluye este ciclo litúrgico, pero sin olvidar que nuestra vida cristiana es una permanente y gozosa pascua. El Papa Francisco nos ha recordado la necesidad de vivir siempre alegres, hasta que lleguemos a celebrar la Pascua eterna, donde nuestro gozo será pleno.
El libro de los Hechos de los Apóstoles narra lo acontecido en Pentecostés de modo asombroso, con datos simbólicos de gran relevancia. “Al cumplirse los días” es una expresión usada con frecuencia por san Lucas para indicar un hecho que posee sentido salvífico. En este caso se trata del cumplimiento de “la Promesa” de Jesús de enviar el Espíritu Santo a sus discípulos. La descripción es presentada en forma de “teofanía” (manifestación divina portentosa): una impetuosa ráfaga de viento, lenguas de fuego y lenguas diversas en las que se expresan los prodigios de Dios, pero sobre todo la escucha y comprensión de las maravillas del Señor en la propia lengua.
El viento y espíritu están relacionados (tanto el término hebreo “ruah”, como su correspondiente griego, “pneuma”, significan a la vez “viento” y “espíritu”). La “ráfaga de viento” expresa la presencia poderosa, creadora y transformadora del Espíritu de Dios. Viento y fuego prepararon la alianza en el Sinaí (cf. Ex 19,16-24). Precisamente la fiesta judía “De las Semanas” (“Pentecostés” para los judíos de habla griega), que en sus orígenes tuvo carácter agrícola, con el tiempo conmemoró la renovación de la alianza. Juan Bautista, al predicar que el Mesías habría de bautizar “en Espíritu Santo y Fuego” (Lc 3,16), anunciaba una nueva alianza que estaba a punto de llegar.
Nuestra celebración tiene importantes significados, tales como:
1. Pentecostés representa la nueva y definitiva alianza entre Dios y su Pueblo, la Iglesia. Sellada con la sangre del Redentor, ella es ratificada por la efusión del Espíritu Santo, quien se constituye en garante de la misma.
2. Pentecostés representa para nosotros el cumplimiento de la “Promesa” hecha por Jesús a sus discípulos en la última cena, cuando les aseguró que les enviaría al “Paráclito” (el que ha sido invocado para estar junto a los discípulos, para animarlos, impulsarlos, guiarlos, fortalecerlos, consolarlos…) y les dijo: “Cuando venga él, el Espíritu de la verdad les guiará en la verdad plena..” (Jn 16,13).
El “Paráclito” llega para conducir a los discípulos en una nueva etapa, en la que deberán continuar la misión iniciada por Jesús. Pero como la tarea no es fácil, Espíritu Santo se encargará de impulsarlos y guiarlos, de modo que puedan cumplir con fidelidad y eficacia dicha misión, a pesar de las dificultades, obstáculos y persecuciones que tendrán que enfrentar.
3. Pentecostés es también el signo más elocuente de la unidad de los creyentes, en la confesión de una misma fe. Aquí nace la “catolicidad” (universalidad) de la Iglesia. Los apóstoles, al recibir el Espíritu, empezaron a hablar en lenguas diversas, según les concedía expresarse. Entonces había en Jerusalén personas de distintos lugares (medos, partos, elamitas…) y cada quien los oía hablar de las maravillas de Dios en su propia lengua. Hay que destacar que el prodigio mayor no consiste tanto en que los discípulos hablen distintas lenguas, sino más bien en que cada uno de los presentes los escuchan hablar en su propia lengua. Lo más relevante es la maravillosa unidad que genera la escucha del mensaje, en medio de la diversidad.
Por tanto, Pentecostés simboliza la unidad que solo puede dar el Espíritu de Dios, como recuerda san Pablo: “Hay diferentes dones, pero el Espíritu es el mismo. Hay diferentes servicios, pero el Señor es el mismo. Hay diferentes actividades, pero Dios que hace todo en todos es el mismo. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común”. El Apóstol pone el ejemplo del cuerpo que a pesar de tener muchos miembros es uno sólo, así, “todos nosotros, seamos judíos o no judíos, esclavos o libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo, y a todos se nos ha dado a beber de mismo Espíritu”. La unidad de la Iglesia es uno de los signos más elocuentes de la presencia del Espíritu Santo en ella.
Es posible también afirmar que la unificación de las lenguas en Pentecostés viene a re-escribir la historia de la humanidad. Si en la antigüedad la “Torre de Babel”, con la confusión de las lenguas, simbolizó la división de la humanidad enferma de orgullo y soberbia (cf. Gn 11,1-9), Pentecostés, por el contrario, con la unificación de las lenguas, gracias a la acción del Espíritu Santo, renueva la humanidad que reencuentra la “salud”, en su sentido más amplio, integral y pleno, la salus que en latín significa al mismo tiempo “salud” y “salvación”. Pentecostés sana a toda la humanidad.
Por tanto, celebrar el domingo de Pentecostés significa para nosotros, los discípulos de Cristo, la conclusión del tiempo litúrgico de la Pascua, pero todavía más significa reafirmar nuestra identidad de creyentes. Pentecostés significa recordar que vivimos bajo la nueva y eterna alianza, sellada en la cruz y confirmada por la acción del Espíritu; significa cobrar conciencia de que hemos recibido al Paráclito que nos acompaña, anima y fortalece y, al mismo tiempo, nos impulsa testimoniar Cristo resucitado, como sus discípulos misioneros; significa renovar nuestro compromiso de ser una Iglesia sinodal que camina en la verdad de la fe, en la esperanza creativa y en la caridad fraterna, por en la comunión que genera el Espíritu de la unidad.
El Espíritu Santo es el que puede renovar, regenerar y devolver la salud integral, física, emocional y espiritual a esta humanidad golpeada y lastimada por tantas heridas infligidas por odios, divisiones, injusticias, crímenes, guerras y luchas fratricidas. Por eso hoy más que nunca necesitamos orar al Espíritu que puede sanarnos y fortalecernos: “Ven Dios Espíritu Santo y envíanos desde el cielo, tu luz para iluminarnos… Sin tu inspiración divina los hombres nada podemos y el pecado nos domina. Lava nuestras inmundicias, fecunda nuestros desiertos y cura nuestras heridas. Doblega nuestra soberbia, calienta nuestra frialdad y endereza nuestras sendas”… Amén.