Juan Pablo Oliva, electo Prepósito General de la Compañía de Jesús en 1664, y cuyo generalato -según Alfonso Rodríguez de Ceballos- identificó clara y decididamente a los jesuitas de Roma con la plenitud del estilo denominado como Barroco, fue el primer general que mostró un serio interés por las artes visualesy era, además, amigo personal de Juan Lorenzo Bernini (1598-1680), artista barroco por excelencia, que proponía la unificación de la arquitectura, escultura y pintura, en lo que él llamó un bel composto.
Según Giovanni Careri, el objetivo de Bernini era «articular internamente esas tres manifestaciones artísticas para que incidieran en la recepción del arte religioso. Es por eso que el composto debía considerarse desde dos puntos de vista: el de su ensamblaje, por parte del artista, y el de su recepción, por parte del espectador devoto».
El interior del templo de San Francisco Javier en Tepotzotlán -capilla doméstica de la casa de probación de la Compañía de Jesús en la provincia novohispana, redecorada a mediados del siglo XVIII, es un magnífico ejemplo de cómo, partiendo de las ideas planteadas originalmente por Bernini y el hermano jesuita Andrea del Pozzo —imbuido en la tradición heredada por Bernini a los artistas europeos—, los artistas novohispanos como Miguel Cabrera e Higinio de Chávez concibieron y crearon para San Francisco Javier los objetos artísticos individuales en función del conjunto al que estarían integrados. Por ello, la concepción inicial de cada uno de los elementos artísticos —su composición, su proporción y sus dimensiones, entre otros—, tendía a vislumbrar los efectos sensibles que producirían en el espectador cuando estuvieran integrados en un espacio arquitectónico determinado y acompañados de otros objetos. Cabrera fue el artista novohispano responsable de interpretar estas propuestas de Oliva, Bernini y Pozzo, y fue capaz de aplicar indistintamente las técnicas y las formas de expresión que el contexto histórico-artístico de ese momento proponía para crear ambientes espectaculares que impactaran en el espectador.
La Iglesia de San Francisco Javier atraía a la sociedad del siglo XVIII a su interior, y la conmovía sensiblemente, tanto que dicha conmoción se tornaba espontáneamente en una invitación a «aplicar sus sentidos» para conocer su mensaje con tal detenimiento y profundidad, que lo aprehendido difícilmente podía borrarse de la mente del individuo. Así, la visita a San Francisco Javier resultaba un verdadero ejercicio «para conocer internamente a su Señor y Creador», según el deseo expreso y reiterado de San Ignacio de Loyola en sus Ejercicios espirituales.
Mónica Martí Cotarelo