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A treinta años de los cambios constitucionales en materia religiosa 

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El 28 de enero de 1992, en el Diario Oficial de la Federación se publicó el decreto con las reformas a los artículos 3º, fracciones I y II; 5º, 24, 27 fracciones II y III; y 130 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, modificando de raíz la relación del Estado con las agrupaciones religiosas, al reconocer su existencia legal.

Lograr estos cambios constitucionales fue una tarea larga y tortuosa. Desde el Constituyente de 1917, se advirtió sobre los efectos de una legislación atentatoria de las libertades básicas de pensamiento, credo y asociación. Sin embargo, se impuso la idea de “separar” a las instituciones religiosas, negándolas, porque éstas potencialmente eran un obstáculo para la consolidación del proyecto de Estado nacional. La facción política que se impuso consideraba suficiente con garantizar la libertad individual de creencias. 

Las protestas del episcopado y de los fieles contra una legislación restrictiva de la libertad religiosa exacerbaron el radicalismo jacobino. La Ley reglamentaria del artículo 130, puesta en vigor a mediados de 1926, provocó un amplio movimiento popular reclamando el derecho a la libre práctica religiosa, lo que derivó en una cruenta guerra solucionada a través de un modus vivendi en 1929: el gobierno mantuvo vigente la legislación anticlerical, pero sin aplicarla muchas veces. Un modelo de realismo político que tenía la ventaja de permitir las prácticas religiosas y, al mismo tiempo, mantener la ficción de un “laicismo gubernamental” y una estricta separación Iglesia-Estado, pero con la desventaja de una solapada ilegalidad, producto de la discordancia entre discurso y acciones. 

De 1938 a 1982, el modus vivendi se mantuvo, mientras se sucedían cambios sustanciales en la Iglesia católica. El Concilio Vaticano II trajo consigo una nueva relación con los entes políticos, lo que propició un acercamiento con el gobierno mexicano. En 1973, el presidente Echeverría se reunió con el papa Pablo VI en el Vaticano, y apoyó la construcción de la nueva Basílica de Guadalupe, oficialmente inaugurada por Juan Pablo II, en enero de 1979.

La visita de Juan Pablo II fue el punto de inflexión en la relación Iglesia-Estado que culminó con la reforma constitucional de enero de 1992. El papa, abiertamente, conminó al episcopado mexicano a trabajar para lograr la libertad religiosa, y a ello se encaminaron los siguientes doce años.

Una serie de acontecimientos influyeron para que el gobierno mexicano se diera cuenta de la importancia del reconocimiento jurídico de las Iglesias. Primero, el creciente interés por la defensa de los derechos humanos, tanto a nivel internacional como nacional. Segundo, la demanda interna por la democratización del sistema político que pasaba por una liberalización del régimen y la inclusión de los sectores sociales excluidos, lo que necesariamente incluía la reformulación de la relación del Estado con la Iglesia católica y el resto de las confesiones religiosas. Tercero, el reconocimiento, por parte de la clase política mexicana, del papel político, social y cultural de las confesiones religiosas en el mundo, de su compromiso con la promoción social, la defensa de la dignidad humana, y las transiciones democráticas. Cuarto, el reconocimiento del liderazgo internacional de Juan Pablo II. Quinto, la creciente participación abierta de la jerarquía católica en la opinión pública y en favor de la democracia. 

En su toma de posesión, el 1 de diciembre de 1988, el presidente Carlos Salinas de Gortari señaló explícitamente que su gobierno modernizaría la relación del Estado con la Iglesia, declaración que conmocionó a la clase política y la opinión pública. Fue a partir de entonces, que, en un discretísimo diálogo, el gobierno y la Conferencia del Episcopado con la intervención diplomática de la delegación apostólica, emprendieron un proceso de análisis para efectuar una reforma constitucional que restituyese la libertad religiosa a los mexicanos, los derechos políticos activos a los ministros de culto, y la personalidad jurídica de las Iglesias. La visita papal de 1990 y la visita del presidente Salinas al Vaticano en 1991 consolidaron la ruta de la reforma, en medio de una discusión pública sobre el tema. Durante el primer periodo ordinario de sesiones de la XLV Legislatura del Congreso de la Unión, el pleno de la Cámara discutió y aprobó el proyecto de reforma el 17 de diciembre de 1991, y el 20 de diciembre este mismo recibió la aprobación en el Senado. La reforma en materia eclesiástica fue completada a mediados de 1992, con la emisión de la nueva Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público, que abrogaba la Ley de Cultos de 1926. 

Si bien hubo voces que consideraron que la reforma no garantizaba la completa libertad religiosa, la realidad es que constituyó un hito histórico que perfeccionó al pacto constitucional, al reconocer la libertad de culto como un derecho de personas y grupos, y al dar plena legalidad a la realidad religiosa del país.            

Mónica Uribe M.

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